Ser de un equipo pequeño es una puta mierda.
Se puede endulzar esta realidad. Se hace, de hecho. No puede uno andar por la vida sabiendo que es un miserable y que lo va a seguir siendo siempre. A menudo encontramos improvisados asideros para decirnos a nosotros mismos que lo que somos no está tan mal, lo que tenemos no es tan poco, lo que está por venir no es tan gris. Yo era un experto en esto en las mañanas de Reyes; me pasaba meses soñando con tal juguete, fascinante, y a eso de las 10:00 A.M. de cada seis de enero ya notabas que, hombre, sí, a ver, tenía su punto, pero esos universos que ibas a conquistar empequeñecían por minutos. Y mi tía me preguntaba y yo decía que era estupendo, genial, todo lo que había soñado y más. La verdad, no obstante, se imponía en la voz de mi hermana, menos dada a la fantasía: «Pues vaya asco de muñeca».
Ahora bien, y aunque entonces no lo supiera, en toda aquella catarata de decepción con respecto a las expectativas generadas acababa brillando algún objeto que, aún hoy, es recordarlo y sonreír ante la evidencia de una parte esencial de quién soy. Un ejemplar de «El hechicero de la montaña de fuego», un cartucho del «R-Type» de la Game Boy Tocho, un walkman Sony en el que dio un millón de vueltas el «Doolittle». Lo estoy escribiendo y me estoy derritiendo.
Ser del Sporting de Gijón es una puta mierda.
Lo es. Podría endulzarlo si quisiese, pero no quiero. Mantener la pasión infantil por tu equipo sólo me trae disgustos en la vida. A cuento de qué tengo que andar yo los sábados o los domingos (o los lunes o un viernes a las putas cuatro de la tarde) perdiendo dos horas en un espectáculo monótono en el que atisbar una mínima noción de talento por cualquiera de las partes implicadas en el show se convierte en ejercicio fútil. ¿Eh?
Es malo cuando estás en Segunda División. La sucesión de rivales que te parecen el mismo, e invariablemente superiores a los tuyos, convierte a la caída de las hojas en otoño y al páramo yermo del invierno en una explosión de alegría, por comparación. Pero es peor aún cuando estás en Primera División, que parece el objetivo lógico y, sin embargo, te pasas las temporadas acumulando derrotas, sinsabores y mala hostia hasta llegar al mes final atrapado por la angustia de esquivar el descenso, que ya es el colmo del pasarlo mal.
No me digáis que exagero, por favor. Respetadme un poco. No me digáis nada y callad mientras repaso: casi me mato bajando del Acebo en la promoción contra el Lleida porque el partido sólo lo ponía la Tele Gallega y había que ir a los altos a verlo, viví al peor equipo de la historia de cualquier deporte en la temporada 97-98, casi vomito en la fuente del Reguerón discutiendo con Miguel Arias sobre KucharskiKosolapov, igual no lo sabíais pero Yekini nun ye Quini, la compra de Mareo por parte del Ayuntamiento de Gijón como bochorno supremo, los años de la casi desaparición… es para mandarlos a la mierda una y mil veces.
Y, sin embargo, ay, sin embargo lo que quedó fue tanto que a ver como te lo sacudes. Y ese «lo que quedó» suele ir unido al talento diferencial, el que te hace sentir por encima de la mediocridad continua que es la existencia. La memoria que me define en mi unión con el apestoso equipo que en mala fortuna me ha tocado apoyar hasta que todo acabe no es todo lo anterior, masivo, montaña imponente, sino las tres gotitas de fútbol que me encogieron el alma. Porque yo estuve en El Molinón el día que debutó Lediakhov frente al Barça y con dos toques y dos amagues me convenció de que iríamos a Europa, y vi en La Concha Verde a Fernando Hierro moler a patadas a Juanele mientras un paisanín enfervorecido gritaba «¡Siéntalo, Xuan, siéntalo!», vi a David Villa mandar callar a los pitufos, a Luis Enrique y Manjarín uno por cada banda, vi a Quini volver a casa y marcar un gol de córner sólo para mí, vi a Preciado acusar al cielo «por mi niño, por mi niño» en el ascenso de 2008.
Salvo lo último, que no precisa explicación, todo lo demás tiene que ver con la capacidad de jugar al fútbol mejor que los demás. Y en los equipos miserables de eso tenemos poquito. Es por eso que, ahora, cuando llega el fin de semana y busco a qué hora y qué día juega el Sporting no lo hago con la desgana existencial que define tal acto. No. Lo hago con la ilusión de que estoy ante uno de esos raros momentos que me obligan a seguir aquí.
Manu García marcó un gol con la selección española sub-21 y mi whatsapp se llenó de «eh, ¿éste es el chaval con el que das tanto la lata?». Bueno, y variaciones similares, ya imagináis: «Pues vaya chicharro del niño», «joder con el guaje», » a ver si vas a tener razón alguna vez», etc.
Porque me he puesto muy tonto con el neno, en efecto. Veintiún años. Ida y vuelta de Mareo a Manchester, al City. Cedido en el Alavés, en el Breda y el Toulouse. En casa otra vez convertido en el fichaje más caro de la historia del Sporting, cuatro millones de euros. Pequeñín, que no llega al uno setenta. Cara de niño pillo. Toque de primeras con inteligencia. Regate en una baldosa. Cambio de ritmo. Pase al hueco. Instinto. Visión. Gol. Promesa de un futuro menos gris. Regalo de Reyes por abrir.
Y al abrirlo se me pasaron las diez de la mañana y no había mirado el reloj. No me acordaba que el chocolate se enfriaba y no había probado el roscón. Tiraba los dados para matar a ese troll vigilante una y otra vez. Llegaba al final boss de la segunda fase sin perder ni una vida. Le daba con el boli bic a la TDK porque Gouge Away acababa de sonar y quería que Debaser me reventara los tímpanos. Y el gol de Quini. Y el pase de Lediakhov. Y, me cago en la hostia, Xuan que los sienta, ¡que los sienta Xuan otra vez, el cabrón! ¿Y Manu García?
Manu García es por lo que sigo siendo del Sporting, aunque sea una puta mierda.
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