¿Juega Quini?

Un par de veces al año, porque no hay para más, mi padre coge a mi primo, a mi hermano pequeño y a mí, nos monta en el 131 y enfila por el Corredor del Narcea, que era una trampa mortal de carretera y aún hoy lo es, camino de Gijón para ver al Sporting. Incapaces de estar quietos o callados por los nervios, los tres guajes explotamos la paciencia de mi padre. “Pero ¿juega Quini, no?”.

Vamos a comer a casa de mi tía Asunción. Su hermano, Manolín, siempre al quite, nos pilla antes para echar un vaso, los adultos, y una Fanta, los menores. Asunción hace comida para todos. Para todos los gijoneses, digo: ensaladilla, paella, fabas, croquetas, cordero, brazo de gitano. Aún hoy deben quedar restos en algún tupper. Y Manolín, el cabrón, al llegar a casa le dice: “Ay, Asunción, justo me venían diciendo que no les gusta la ensaladilla, la paella, las fabas, las croquetas, el cordero y tampoco el brazo de gitano”. Qué hecatombe. Mi tía vuelve a agarrar el delantal, agobiadísima: “¡Madre mía! Os frío un filete ahora mismo. Os frío unas patatas. Os frío unos huevinos…” No, no, Asunción, está todo riquísimo. Nos encanta. “Menos mal. Ahora a ver si Quini marca alguno, que creo que juega”.

Pero ¿juega Quini o no juega? Manolín fue a verlos a Mareo el viernes y le había notado renqueante, medio cojo. En La Nueva España dicen que es duda, que no se sabrá hasta la hora misma del partido si “será de la partida”. Mira que si venimos y no juega Quini…

Las entradas son de Fondo Sur. Las más baratas, claro. Bufanda sí, pero de las tejidas por mi madre. Como los jerseys. Y pantalón de pana y cazadora, que hace un frío del demonio. Eso del merchandasing se inventará siglos después. Salen los nuestros a calentar y ahí está, el primero, el más rápido: Quini. Los tres nenos gritamos, mi padre sonríe. Juega Quini.

El partido va igualado, en la grada hay rumor de impaciencia. En la segunda mitad, en nuestro fondo, un corner a favor del Sporting. Y rugen, rugimos: “Ahora, Quini, ahora”. Sale el balón desde la esquina en parábola abierta y desde el punto de penalti, como un Alpine, arranca Quini, se eleva por encima del mundo y de violento testarazo agrede a la red. Explosión. Todos para abajo en el Fondo Sur. Atropellos y caídas hasta llegar a la valla. Escalarla dando alaridos. Agarrarse con un brazo y sacar el otro hacia el campo.

Y Quini, que salta puño en alto, se me queda mirando al aterrizar.

Se para el espacio-tiempo. El héroe. El emblema. El más grande. Mirándome. Dándome uno de los instantes que definen una infancia y negándome la imposibilidad metafísica de abrazar otros colores para el resto de mi vida.

La vuelta es más calmada. Oscurece pronto. Se han jugado todos los partidos de la jornada y en la radio García desgrana los qués y los cómos del día. Llega el resumen del Sporting y nos callamos: “Jugó Quini y marcó, dando dos puntos de oro a los de Gijón en un partido bronco que…”. Mi primo ya se ha dormido. Mi hermano está a punto y por el Corredor del Narcea, que era una vergüenza de carretera y aún hoy lo es, le digo antes de que cierre los ojos: “Oye, Quini me miró”. Y el enano me mata: “No, me miró a mí”.

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